El aire se colaba por la ventana,
inundando el ambiente como si de una nave etérea e invisible se tratase.
Sopló algunas hojas hacia el interior
de la casa.
Movió rimas entre mis blancos
cuadernos.
Se expandió por todo el terreno,
dejándome pálida ante el frío invasor.
Sin previo aviso, se escuchó un
tintineo. Por instinto, quise encontrar al provocador de tal dulce sonido.
Me sorprendió un reflejo de luz en
mis ojos, algo brillante tez dormía en mi lecho.
Esperé oír nuevamente la melodía del
cascabel, como si fuera a sonar sin ayuda de un manipulador.
Cuando lo tomé en mis manos me di
cuenta de que era tan pequeño como una pupila, trabajo de un hábil artesano,
elaborado tal vez en adamantio.
Cuando nuevamente la brisa se
acurrucó por mi habitación, se escuchó una resonante risa, como si dicha
persona se divirtiera por el simple hecho de que mirase el cascabel.
Pero nadie se encontraba en mi hogar,
más que yo misma.
Y en el momento que quise observar el
diminuto artefacto, no se encontraba.
Estaba sola. Sentada sobre mi
escritorio, con hojas que ya no se hallaban vacías.
Ahora había una ilustración de un
pequeño duende, divertido traviesamente.