-“Nadaba por allí, en aquel río. Desde niña siempre venía a jugar por aquí…”-.
Me decía aquella pequeña, segura de lo que relataba. Hablando como si ella fuera una adulta declarando que “desde niña” venía, cuando aparentaba, a penas, tener 6 años.
Sorprendida de lo que me contaba, de sus anécdotas vívidas, me cautivó admirar que sus ojos brillaban y de que estos brotaban pequeñas y cristalinas lágrimas.
Mientras en mi mente se cruzaban incógnitas como: ¿Por qué esta niña está aquí sola? ¿Por qué habla como si lo que me cuenta pasó hace mucho tiempo si sigue siendo pequeña? ¿Por qué sufre tal melancolía? Pero lo único que pude hacer fue tratar de consolarla.
Ella me detuvo por un momento y dijo: -“¿Sabés qué es lo único que no es igual a esos instantes?”-. Se pausó, como si esperara mi respuesta, y luego continuo diciendo:-“Que, en ese momento, todo estaba cubierto con blanca nieve…”-. Se detuvo, como si una gran angustia le negara declarar más. Me miro, y en sus ojos se encontraba el rastro de un recuerdo melancólico y devastador.
Prosiguió: -“Aun que era difícil distinguir aquellos copos estando todo teñido de rojo, por donde miraras, a todo tu alrededor, rojo sangre”-. Imaginé aquel paisaje y comprendí el por qué a ella le costaba tanto hablar de ello.
Cuando quise observar su rostro, nuevamente, ella ya no se encontraba allí, se había esfumado, transformado en nada menos que la nada misma.
Y así yo me quedé sola, con una anécdota más para contársela a la nada, porque nadie creería que en un lugar tan pacífico hubiese ocurrido tal tragedia, con solo dos colores a recordar: blanco y rojo…